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Historia de los Templarios [Parte 1]


El Temple en la historia 

Remontémonos en el tiempo hasta finales del siglo X. 

Los cristianos se habían puesto en camino para dirigirse en peregrinación hacia los lugares donde estaban enterrados los santos. 

Estos últimos habían intercedido sin duda en favor de los hombres y Dios había acabado dejándose conmover aplazando la destrucción prevista para el año 1000. 

Uno de los más eficaces debía de haber sido Santiago, quien, en Compostela, atraía a miles de hombres y de mujeres que abandonaban su familia, su trabajo, dejándolo todo para ir a rezarle en ese lugar de Galicia donde la tierra termina.

Se había estado muy cerca de la catástrofe definitiva, y las hambrunas del año 990 eran la prueba de ello. 

Se había evitado lo peor, y se conocía la forma: era que los hombres emprendieran una y otra vez el camino, que los monjes orasen, que todos hicieran penitencia. 

¿No convenía ir más lejos, llevar a cabo la peregrinación última, la única verdaderamente merecedora del viaje de una vida? 

Es decir, ir a los lugares en donde el hijo de Dios había sufrido para redimir los pecados de los hombres: Jerusalén. 

Unas multitudes cada vez más numerosas se pusieron en camino hacia Jerusalén. 

La ciudad pertenecía a los califas de Bagdad y de El Cairo que dejaban libre acceso a estos peregrinos. 

Pero todo cambió cuando los turcos se apoderaron de Jerusalén en 1090. 


Al comienzo, se limitaron a vejar a los cristianos, desvalijándoles a veces, infligiéndoles una humillación tras otra, obligándoles a adoptar actitudes contrarias a su religión. Paulatinamente, la situación se agravó: hubo ejecuciones, torturas. 

Se habló de peregrinos mutilados, abandonados desnudos en medio del desierto. 

Desde Constantinopla el emperador Alejo Comneno había dado la señal de alarma. 

Liberar Jerusalén

Occidente se conmocionó. 

Era intolerable que se diera muerte a los peregrinos. 

No se podían dejar los lugares santos en manos de los infieles. 

Pedro el Ermitaño, que había presenciado en Jerusalén verdaderos actos de barbarie, regresó totalmente decidido a sublevar a Europa y a poner a los cristianos en el camino de la cruzada. 

Por lo que respecta a los señores, se notaba más prudencia en su actitud. 

Más sensatez, sin duda, pero era también porque tenían más que perder: las tierras dejarían de estar protegidas, los bienes podían atraer la codicia ajena, etc. 

El 27 de noviembre de 1095, el papa Urbano II predicó ante un concilio provincial reunido en Clermont. 

Proclamó: «Todo el mundo debe hacer renuncia de sí y cargar con la cruz». 

El soberano pontífice veía también en ello una oportunidad para meter en cintura a esos laicos que se revolcaban en la lujuria o se dedicaban al bandidaje. 

Ir a liberar Jerusalén sería la vía de salvación. 

Sin embargo, los cruzados no eran unos santos que digamos. 

A su paso, habían saqueado, violado, hasta el punto de que algunos cristianos orientales se vieron obligados a buscar refugio entre los turcos. 

Tampoco en Jerusalén se comportaron con particular caridad. 

Habiéndose refugiado numerosos musulmanes en la mezquita de Al-Aqsa, los cruzados los desalojaron y causaron una verdadera hecatombe. 

El reino latino de Jerusalén 

Sobre estas bases se fundó el reino latino de Jerusalén. 

Además del reino de Jerusalén, que abarcaba del Líbano al Sinaí, se fueron creando paulatinamente otros tres estados: el condado de Edesa al norte, medio franco, medio armenio, fundado por Balduino de Bolonia, hermano de Godofredo de Bouillon; el principado de Antioquía, que ocupaba la Siria del norte; y, por último, el condado de Trípoli. 

Godofredo fue reemplazado por Balduino I. 

La conquista se había materializado, pero ahora se trataba de conservar y de administrar los territorios ganados. 

Era preciso conservar las ciudades y las plazas fuertes, velar por la seguridad de los caminos. 

El enemigo estaba vencido, pero no eliminado. 

Se fundaron unas órdenes encargadas de misiones diversas. Hubo, entre otras, la Orden Hospitalaria de Jerusalén en 1110, la Orden de los Hermanos Hospitalarios Teutónicos en 1112 y la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo (futuros templarios) en 1118, siendo rey de Jerusalén Balduino II. 

El nombre de la Orden del Temple no le fue dado hasta el año de 1128 con ocasión del concilio de Troyes, que codificó su organización. 

Muy pronto las donaciones se revelaron cuantiosas, el reclutamiento fue en aumento y cuando el primer gran maestre, Hugues de Payns, murió en 1136 y fue reemplazado por Robert de Craon, la Orden del Temple era ya coherente. 

Tres años más tarde, Inocencio III revisó algunas modalidades de la Regla y le concedió al Temple unos privilegios exorbitantes. 

En 1144 Edesa fue recuperada por los musulmanes, lo que llevó a la organización de la segunda cruzada, predicada por san Bernardo en 1147 mientras la Orden del Temple seguía su proceso de adaptación y desarrollo. 

Durante todo este tiempo, los templarios estuvieron prácticamente presentes en todas las batallas. 

En 1281 Felipe III, llamado el Atrevido, que había sucedido a san Luis en el trono de Francia, se extinguió, dejando su puesto a Felipe IV el Hermoso. 

Seis años más tarde, con la derrota de San Juan de Acre, en el curso de la cual el gran maestre de la Orden del Temple, Guillermo de Beaujeu, murió, Tierra Santa se perdió y fue evacuada. 

Los templarios se replegaron a Chipre. 

En 1289, Jacobo de Molay se convirtió en gran maestre de la orden. Como veremos, sería el último gran maestre. 

Organizó un año más tarde una expedición a Egipto, pero fue un fracaso: el reino latino de Jerusalén se había acabado para siempre. 

Felipe el Hermoso se enfrentó violentamente al papa Bonifacio VIII, que le excomulgó en 1303. 

El soberano pontífice murió ese mismo año. 

En 1305, su sucesor, también en pésimas relaciones con Felipe el Hermoso, murió envenenado y el rey de Francia nombró papa a un hombre con el que había llegado a unos acuerdos: Bertrand de Got, que reinó bajo el nombre de Clemente V. 

Ese mismo año se lanzaron unas acusaciones de extrema gravedad contra la Orden del Temple. 

Éstas tomaron la forma de denuncias hechas ante el rey de Francia. 

Acusaciones dudosas, pero realizadas en el momento oportuno: la orden inquietaba, ahora que su poderío no iba a ejercerse ya en Oriente. 

En 1306, Felipe el Hermoso, siempre falto de dinero, expulsó a los judíos del reino de Francia, no sin antes haberles expoliado sus bienes y de haber hecho torturar a algunos de ellos. 

En 1307 hizo apresar a todos los templarios del reino y para ello eligió la fecha del 13 de octubre. 

El 17 de noviembre el papa consintió en reclamar su arresto en toda Europa.

Templarios y esoterismo

Todas las sociedades que han practicado la búsqueda del saber, en cualquier época y en cualquier país, se han comportado del mismo modo. 

Por un lado han mostrado un rostro acorde con el poder establecido y han seguido más o menos las normas de conducta vigentes allí donde estaban asentadas. 

Por otro, han creado en torno suyo una barrera infranqueable, tan imposible de trasponer que, muy a menudo, ha sido incluso ignorada por los que convivían con ellos. 

La orden militar templaria nació –exotéricamente– con toda la garantía de acatamiento a la Iglesia y a los principios del cristianismo; en apariencia incluso con una pátina de fe y de pobreza más firme que muchas otras órdenes monásticas conocidas. 

Hasta el momento mismo de su disolución, en que se les acusó de todos los pecados habidos y por haber, fueron un modelo de cristiandad, reconocido tanto por monarcas como por obispos y clérigos. 

Todo se hizo con una absoluta garantía de ortodoxia; la misma que habría de regir los ciento setenta y nueve años de existencia del Temple. 

El mismo Bernardo de Clairvaux, que había sido el inspirador de la regla, escribiría personalmente para la orden de los caballeros de Cristo una Exhortatio ad milites Templi en la que se les aconsejaba cristianamente sobre su doble comportamiento, en tanto que soldados y miembros de una comunidad religiosa. 

Si repasamos fríamente la aparente ortodoxia templaria comprobamos que hay demasiados puntos en los que la regla y el comportamiento oficial de los caballeros de Cristo se condicionaron a una simbología arcaica, ya de por sí sospechosa de trascender los estrictos preceptos del gobierno eclesial. 

Y aún más: sus normas religiosas de conducta contienen detalles que proclaman, sin más, un sincretismo que supera ampliamente la estricta observancia del ritual del cristianismo. 

Se ha escrito mucho sobre la eventual heterodoxia y sobre los fines secretos y ocultistas de la orden. 

Muchas de las observaciones que se han hecho obedecen, sin un propósito explícito, a la justificación de una determinada actitud de la Iglesia y, sobre todo, del papa Clemente V, que permitió la extinción de los monjes guerreros del templo de Salomón. 

Templarios y Ciencias Ocultas

Sin embargo, por encima de apreciaciones sectarias, por encima incluso de justificaciones apasionadas o de visiones estrictamente racionalistas, se unen muchos motivos en una amalgama que sólo una explicación simbólica –trascendente y sincrética y, por tanto, heterodoxa– podría aclarar. 

  1. Los templarios mandaron realizar, a lo largo de su existencia, no menos de cinco traducciones del Libro de los Jueces, que es, sobre todo a través del Canto de Débora, una de las obras cumbres del simbolismo bíblico. Allí surgen, por primera vez en la Biblia, los abrevaderos de la sabiduría del Grial. El libro de los Jueces es, convenientemente estudiado, una de las grandes cumbres del pensamiento bíblico y, posiblemente, de las religiones universales. 
  2. La misión oficial que se impusieron a sí mismos los caballeros del Temple fue la custodia de los peregrinos que habrían de visitar los lugares santos de la cristiandad. Estos lugares, circunscritos en principio al ámbito de Tierra Santa, se ampliaron enseguida al camino de Santiago, prácticamente creado en su versión cristiana por los monjes benitos. Pero la peregrinación, en abstracto, era ya por sí sola una marcha –siempre simbólica– por el camino del saber trascendente. Más allá de sus supuestos fines penitenciales queda en los caminos una serie de indicios que marcan en el tiempo auténticas gradaciones del conocimiento y la iniciación, que el peregrino debe superar con su intuición del símbolo o con su personal sabiduría.
  3. La casa madre de los templarios, en París, concedida por el rey Luis VI por intercesión directa de Bernardo de Clairvaux en 1137, estaba enclavada en la inmediata proximidad de la iglesia dedicada a la veneración de los hermanos gemelos Protasio y Gervasio, herederos ortodoxos de toda una tradición esotérica basada en el signo astrológico de Géminis. 
  4. Las fortalezas construidas por los templarios contenían, desde su misma planta, una serie de elementos estructurales que –no por casualidad– coincidían con toda una manifestación numerológica mágica de la realidad trascendente del edificio. Así sucedía con las torres octogonales (2 x 4) que a menudo presidían las construcciones o los campanarios levantados bajo su directa influencia. Así sucedía con los lados dados a los castillos (24 = 2 x 3 x 4) y hasta con el número de torres (12 = 3 x 4) que solían flanquearlos. Había una indudable identificación entre la cruz templaría y la concepción general de los edificios. Había igualmente una indudable preocupación astronómica que ligaba íntimamente las casas templarias a toda la tradición zodiacal y astrológica heredada de los magos caldeos a través de las reglas esotéricas de los sufíes musulmanes y de los cabalistas judíos. 

Pero seamos prudentes, regresemos momentáneamente al menos a los caminos trillados de la ortodoxia. 

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