El sitio de Orleans
La liberación de Orleans se fue consiguiendo, progresivamente, con la toma de diferentes plazas. Y en todas ellas, según Juana, los designios del Señor de los Cielos se iban cumpliendo. Juana de Arco comandando el asedio de Orleans, por Lenepveu.
Sin ir más lejos, Juana comunicó a los suyos que, en la toma del bastión de las Tourelles, iba a resultar herida en el hombro izquierdo. Y así fue.
Ignorando las súplicas de los capitanes, regresó al campo de batalla para gritar a los ingleses que:
“la bruja (como la llamaban los partidarios del niño rey Enrique) no ha muerto. Rendiros, en nombre de Dios”.
El 7 de mayo de 1429, Orleans quedaba libre del asedio.
Rendiciones incomprensibles
“Majestad, Orleans se ha perdido por culpa de una hechicera que pacta con el demonio.”
Así encabezó el duque de Bedford, regente del niño rey inglés, la carta en la que comunicaba la derrota al monarca. Enfurecido por el poder que emanaba de la Doncella, Bedford decidió poner precio a la “bruja” francesa. La quería suya. Y la quería viva para quemarla.
Paradójicamente, en el proceso final contra Juana se insistió en el deleite y placer que la Doncella experimentaba al llenar de sangre enemiga su espada. Pero Juana nunca mató personalmente a nadie.
Es más: antes de cada ataque, exhortaba a las tropas enemigas a que se rindieran y regresaran en paz. Y lo más extraño es que este procedimiento tuvo éxito en muchas ciudades, Troyes y Reims entre ellas. Esta última fue el lugar designado por Dios para que Carlos fuera nombrado monarca.
El 17 de julio de 1429 el Delfín era coronado rey de Francia. Juana había cumplido su misión. Pero a la mensajera de Dios aún le quedaba vivir la parte más dura que le había sido asignada.
Traición y olvido
Poco después de la coronación, Juana ansiaba llegar hasta París y liberarla de la presión inglesa. Pero el ahora rey comenzó a encontrar a la impetuosa joven incómoda y contraria a sus planes.
Además, Tremoille y el arzobispo de Reims le recordaban continuamente cómo el pueblo la amaba:
“incluso más que a vos, mi señor…”
Para alejarla de la corte, Carlos VII envió a Juana a luchar en diferentes plazas. Por entonces, el pánico se apoderó de ella. Durante un tiempo creyó perder el contacto con sus “voces”, hasta que Santa Catalina resurgió de la nada para comunicarle que París no caería antes de siete años.
En la batalla por liberar Compiégne, Juana fue apresada por los aliados de Inglaterra, comandados por Felipe de Borgoña. Era el 23 de mayo de 1430. Lo peor estaba empezando.
Nada más apresarla, Felipe, duque de Borgoña, le propuso que cambiara sus simpatías y arengara a las tropas inglesas y borgoñonas contra el rey de Francia.
La rotunda negativa de la Doncella hizo que el duque pusiera precio a su cabeza. Un precio que Carlos VII jamás quiso pagar para liberar a su más leal servidora y que permitió al duque de Bedford, en noviembre de ese mismo año, ofrecer 20.000 libras por ella. Por fin, la “bruja” francesa era suya.
La farsa del juicio
Como la ley inglesa impedía matar a los prisioneros de guerra, Bedford se las arregló para que un representante de la Iglesia —Pedro de Cauchon, el ambicioso obispo de Beauvais— iniciara los trámites para juzgar a la prisionera por brujería, sedición contra el rey inglés y herejía.
Enrique de Inglaterra recompensaría al religioso con el arzobispado de Ruán. Cauchon se puso manos a la obra. El proceso fue una farsa.
- Primero, porque el obispo de Beauvais carecía de autoridad para juzgarla en Ruán, donde tuvo lugar la vista.
- Segundo, porque Juana ya había pasado por un tribunal eclesiástico que la había declarado inocente.
- Tercero, porque decenas de testigos y espías negaron su relación con la magia negra.
- Y finalmente, porque Juana debía estar en un convento custodiada por monjas y no en una prisión militar.
La Doncella se sometió durante meses a las preguntas de Cauchon, negándose a desvelar el mensaje dado por el Señor de los Cielos al Delfín (la verificación de su legitimidad).
Fueron meses de continuos malos tratos, sin apenas comida y bebida, seguidos de interminables sesiones de acusaciones falsas:
- pactar con demonios para obtener la victoria en las batallas,
- llevar mandrágora prendida en su pecho para conseguir sus hechizos,
- fornicar en prostíbulos,
- utilizar artes adivinatorias para localizar la espada de Santa Catalina,
- disuadir al rey e incitarle a la batalla en vez de a la paz,
- abandonar por orden de espíritus diabólicos las ropas de mujer…
Sistemáticamente, sus respuestas eran obviadas de las actas. Imploró que la permitieran confesarse y comulgar, pero Cauchon la instaba a que para ello debía cambiar sus ropas de hombre por las de mujer. Juana sabía que de este modo sería violada por sus carceleros, pero al final —y una vez más engañada— consintió.
La abjuración
Fue el día de la abjuración. Cauchon la llevó a la plaza del mercado de Ruán, donde estaba preparada la hoguera. Juana sentía terror.
Los dominicos que intentaban protegerla le suplicaron que abjurase de cuanto había dicho en el juicio. Así podría regresar al seno de la Iglesia y permanecería en un convento el resto de sus días.
Tentada por esta idea, decidió abjurar y aceptó desprenderse de su ropa de hombre para vestir una túnica femenina de penitente.
Pero Cauchon, indignado por el desarrollo de los acontecimientos, la condenó a cadena perpetua en la misma prisión militar. Las crónicas nunca se han atrevido a asegurar que, esa noche, Juana de Arco fuera violada.
Sin embargo, Martin Ladvenu, que al fin escuchó a Juana en confesión, aseguró que había sufrido terribles humillaciones.
A la mañana siguiente, apareció desnuda y golpeada por sus celadores. La túnica le había sido arrebatada y, para cubrir su cuerpo, Juana volvió a vestir sus viejas ropas de hombre.
Esta reincidencia en tan singular “delito” la condujo irremisiblemente a la excomunión y a la hoguera.
Para la Doncella, sin embargo, la muerte aquel 30 de mayo de 1431 fue, en realidad, una liberación. Atada sobre la pira, cuando las llamas habían empezado a devorar sus piernas, se la oyó gritar:
“¡Mis voces venían de Dios, y todo lo que hice fue por su orden!”.
Los cronistas relatan que Juana suplicaba que la acercaran una cruz, y que un soldado inglés, aterrorizado de pensar que estaba quemando a una santa, construyó con dos maderos un crucifijo que le acercó al rostro:
“¡Levanta el crucifijo hasta mis ojos para que lo pueda ver hasta que muera!”.
Por encima del crepitar de las llamas, las últimas palabras de Juana de Arco resonaron en un extenuado estertor de voz. Fueron:
“Jesús, Jesús, Jesús!”.
Tenía 19 años.
La historia se retracta
El verdugo recogió los restos carbonizados de Juana en una manta y los arrojó al Sena. Declaró que lo que nunca pudo reducir a cenizas fue su corazón.
Carlos VII entró cinco años más tarde en París, tal y como Santa Catalina había profetizado a la Doncella, pero aún tardó 17 años en terminar con la guerra más larga de Europa.
El obispo Cauchon nunca fue nombrado arzobispo de Ruán. Falleció de muerte natural y fue enterrado en la Catedral de Lisieux.
Cuando la verdad sobre el juicio de Juana salió a la luz, la multitud desenterró sus restos y los arrojó a una letrina.
Veinticinco años después de la muerte de Juana, su familia presentó quejas contra las diócesis de Ruán y de Beauvais alegando irregularidades en el proceso. Una comisión de juristas nombrada por el Papa Calixto III declaró la injusticia de la sentencia y la rehabilitó.
El 11 de abril de 1909, Pío X la beatificó. Juana de Arco fue canonizada el 16 de mayo de 1920 por el Papa Benedicto XV.
Casi quinientos años después, la Iglesia le hacía justicia.
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