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Tema 16: Isabel II (1833-1868)


La época de las Regencias y el problema Carlista

Moderados y progresistas

Con el reinado de Isabel II se instauró en España la monarquía liberal. 

Mientras se libraba la guerra carlista, la monarquía implantó el régimen liberal. 

Ahora bien, con el establecimiento del Estado liberal surgieron las diferencias entre los mismos liberales, como ya empezó a comprobarse en las Cortes del Trienio Liberal. 

Por una parte, estaban los moderados y, por otra, los progresistas. 

Ambos defendían el sistema político liberal, pero presentaban profundas diferencias ideológicas. 

Los moderados defendían la soberanía compartida entre las Cortes y el rey, unas Cortes bicamerales con un Senado de nombramiento regio, una organización administrativa uniforme y centralizada para toda España, dividida en provincias, nombramiento de los alcaldes por el gobierno, un sufragio censitario, restringido a las clases propietarias y a las capacidades (individuos a los que por su profesión o cargo se les reconoce el derecho a votar), lo que impedía el acceso de las clases populares a la política. 

En cuanto a la base social, al liberalismo moderado se incorporó la antigua nobleza, que logró salvar sus propiedades agrarias, y la nueva burguesía liberal (grandes comerciantes, industriales y financieros), que también se hará terrateniente. 

Fuera del sistema moderado permanecerá no sólo el campesinado sino también buena parte de la burguesía media y baja (artesanos) de las ciudades. 

Los progresistas, la otra opción política, eran partidarios de un liberalismo más amplio, defendían la soberanía nacional, el establecimiento de limitaciones al poder de la corona, la Milicia Nacional, ayuntamientos electivos, un sufragio más amplio pero sin universalizarlo... 

El partido progresista se apoyaba en las clases medias y artesanos en las ciudades, parte de la oficialidad del ejército y de los profesionales liberales. 

La regencia de María Cristina (1833-1840)

Los comienzos moderados de la revolución liberal. El Estatuto Real de 1834

Tras la muerte de Fernando VII María Cristina fue nombrada regente; al frente del gobierno seguía Cea Bermúdez, que presidió el último gobierno de Fernando VII, pero, para la etapa que se abría, éste no era el político adecuado, cuyo programa consistía en oponerse tanto a los carlistas como a los liberales. 

La regente pronto comprobó que el cambio de gobierno era necesario. 

Y, en efecto, en enero de 1834, era llamado para formar gobierno Martínez de la Rosa, antiguo doceañista y jefe de gobierno durante el Trienio Liberal. 

Ganado ya para un liberalismo moderado, Martínez de la Rosa buscó una fórmula de equilibrio entre las tendencias liberales y el mismo carlismo. 

El resultado fue la aprobación del Estatuto Real, firmado por la regente en abril de 1834. 

No era una constitución sino una “carta otorgada” por la corona, no reconocía derechos individuales ni la división de poderes y si establecía una convocatoria de Cortes con dos cámaras: el Estamento de Próceres (cámara alta) y el Estamento de Procuradores (cámara baja). 

Para proceder a la correspondiente convocatoria electoral para la elección del Estamento de Procuradores, en mayo de 1834 se aprobaba una ley electoral con un sufragio muy restringido (sólo podían votar unos 16.000 varones sobre una población de 12 millones de habitantes). 

En contra de lo imaginable, la cámara recién elegida, con sorpresa para el gobierno, por su actitud crítica, exigía reformas profundas y en ella, además, volvía a resurgir las diferencias entre moderados y progresistas. 

El gobierno estaba entre dos frentes: la oposición de los liberales radicales y la guerra contra los carlistas, que no daba los éxitos previstos. 

Aislado y falto de apoyos, Martínez de la Rosa dimitió en junio de 1835 siendo sustituido por el conde de Toreno, también del sector moderado. 

El nuevo gobierno sólo duró cuatro meses. 

No lograba imponerse en la guerra carlista, mientras los liberales extremistas promovían amotinamientos populares, con asaltos y quemas de conventos-a los frailes se les acusaba de estar al lado de los carlistas- en ciudades como Zaragoza, Valencia, Cádiz, Málaga, Barcelona (donde también se prendió fuego a la fábrica de tejidos de Bonaplata)… 

El resultado fue la formación de Juntas revolucionarias de signo progresista en varias capitales, que Toreno intentó disolver pero al fracasar presentó su dimisión. 

La regente, entonces, llamó a Mendizábal, un liberal progresista, para formar gobierno en septiembre de 1835. 

La fase progresista de la revolución liberal (1835–1837). Mendizábal y la desamortización eclesiástica. El motín de La Granja. La Constitución de 1837. 

El nuevo gabinete de Mendizábal (septiembre de 1835 a mayo de 1836) se formaba contando con una Hacienda prácticamente sin fondos, y ante una guerra de la que era necesario darle un giro a favor de los isabelinos. 

Así, se amplió el alistamiento de hombres para el ejército y como vía para obtener fondos se aprobó la desamortización de bienes eclesiásticos del clero regular, el 19 de febrero de 1836. 

Con ella, en efecto, se buscaba contar con recursos para la Hacienda, eliminar o disminuir la deuda pública, hacer frente al carlismo y atraerse a las filas liberales a los compradores de bienes desamortizados. 

A todo esto, como es imaginable, la regente no se encontraba a gusto con Mendizábal. 

En mayo de 1836 Mendizábal decidió dimitir ante las diferencias con la regente a la hora del nombramiento de determinados cargos militares. 

Era lo que buscaba la regente, que encargó a Francisco Javier Istúriz (mayo–agosto de 1836) formar gobierno. 

Pero éste, de corte moderado, no contaba con el apoyo de las Cortes (Estamento de Procuradores). 

Otra vez volvían, en julio y agosto, los levantamientos populares de signo progresista contra el gobierno y a favor del restablecimiento de la Constitución de 1812. 

Por fin, el 12 de agosto (1836) tenía lugar el motín de los sargentos de La Granja, que obligó a la regente a restablecer la Constitución de 1812 y a formar un nuevo gobierno con José María Calatrava al frente (agosto de 1836–agosto de 1837) y Mendizábal en Hacienda. 

Es a partir de ahora cuando quedó consolidada la división de los liberales entre un partido moderado y otro progresista, que era el que subía al poder con Calatrava. 

El programa del gobierno consistió en acabar con las instituciones del Antiguo Régimen e implantar un régimen liberal con una monarquía constitucional. 

Convocadas elecciones a Cortes, la nueva Cámara tuvo mayoría progresista. 

Un conjunto de leyes permitieron la disolución del régimen señorial y el mayorazgo, la supresión de los privilegios gremiales reconociéndose la libertad de industria y comercio, el establecimiento de la libertad de imprenta (de prensa) y la reanudación de la desamortización de las fincas rústicas y urbanas de las órdenes religiosas. El proceso que comentamos culminó con la promulgación de la Constitución de 1837, muy breve frente a la de 1812 (77 artículos y dos adicionales frente a los 384 de Cádiz). 

Fue aprobada con la idea de fijar un texto estable que pudiera ser aceptado por progresistas y moderados. 

El nuevo texto reconocía la soberanía nacional y los derechos individuales; establecía unas Cortes bicamerales, con un Congreso de los Diputados elegido por sufragio censitario y un Senado que designaba el rey a partir de una triple lista elegida en cada provincia. 

La implantación del bicameralismo junto al fortalecimiento de la corona (a la que se le reconoce el derecho de veto y la disolución de las Cortes) fueron las grandes concesiones de los progresistas al liberalismo moderado. 

También quedó aprobada una nueva ley electoral (1837), que elevaba el número de electores, sobre la anterior norma, pero seguía siendo censitario y restringido, aunque más amplio comparado con el defendido por los moderados. 

La vuelta de gobiernos moderados (1837-1840). La ley de ayuntamientos. 

Una vez aprobada la Constitución se convocaron elecciones para octubre de 1837 que fueron ganadas por los moderados. 

Los gobiernos de esta etapa se vieron influidos por los dos militares que estaban destinados a marcar el curso político de la historia de España en los próximos años: Baldomero Fernández Espartero, que podía presentar sus éxitos en la guerra carlista, se convirtió en cabeza de los progresistas y Ramón María Narváez de los moderados. 

Tras el final de la guerra carlista el gobierno se propuso aprobar una ley de ayuntamientos donde las diferencias entre progresistas y moderados eran muy fuertes. 

Los primeros defendían la elección del alcalde por los votantes, en cambio los moderados pretendían que fuese designado por el gobierno de entre los concejales elegidos. 

Las Cortes aprobaron la polémica ley y los progresistas decidieron movilizarse contra ella. Espartero, entonces en la cumbre de su prestigio militar, manifestó su rechazo a la ley que la regente terminó sancionando (14 de julio de 1840). 

Días después otra vez volvían a formarse juntas en las principales ciudades del país. 

La regente para frenar la insurrección nombró a Espartero jefe de gobierno, pero al no aceptar el programa del nuevo gobierno la regente presento su renuncia, marchando a Francia (octubre de 1840). 

El problema carlista y la primera guerra (1833-1839). Análisis de los dos bandos enfrentados. 

Fernando VII murió el 29 de septiembre de 1833, dos días después, su hermano Carlos María Isidro, a través del Manifiesto de Abrantes, reclamaba el trono desde Portugal. 

En distintos puntos de España hubo levantamientos a favor de don Carlos, pero, poco a poco, la guerra que se desataba no era solo una guerra dinástica sino un enfrentamiento entre los partidarios del Antiguo Régimen y los que querían convertir a España en un Estado liberal. 

La regente Mª Cristina buscó el apoyo de los liberales, única fuerza capaz de defender los derechos al trono de Isabel II. 

En el plano ideológico, los carlistas eran partidarios del absolutismo monárquico, la defensa de la religión y de los fueros que se identificaban con el Antiguo Régimen; esta defensa foral arrastrará a las provincias vascas y a Navarra a la causa carlista. 

Desde el punto de vista social dentro del carlismo se encontraban miembros del ejército, la mayor parte del clero regular y del bajo clero secular, para quienes el liberalismo representaba la expropiación y venta de sus bienes; parte de la nobleza y del campesinado, que coincidía mucho con los sermones del clero en contra del liberalismo, cuyas normas beneficiaban a los propietarios y empeoraban las condiciones de vida de los campesinos. 

Las zonas de mayor implantación carlista fueron: Álava, Guipúzcoa, Vizcaya, Navarra, el Maestrazgo, el Pirineo catalán… 

En el bando isabelino (o cristino) la reina regente contó con el apoyo de parte de la nobleza, del funcionariado y altas jerarquías de la Iglesia, altos mandos del ejército, burguesía y profesiones liberales (abogados, médicos…) y clases populares urbanas.

En resumen, el carlismo triunfó, sobre todo, en las zonas rurales, y especialmente en el norte, País Vasco y Navarra, al considerarse amenazadas por el liberalismo uniformista y centralizador, pero tuvo escaso arraigo entre las masas urbanas que rechazaban el absolutismo. 

El desarrollo bélico

En una primera fase (1833-1835) destacan los triunfos carlistas. 

El pretendiente don Carlos se estableció en Navarra (julio de 1834) con un gobierno alternativo al de la regente. 

La buena suerte de los carlistas se trunca en 1835 cuando el coronel carlista Zumalacárregui, el principal organizador del ejército carlista del Norte, muere en el cerco de Bilbao, la única gran ciudad que estuvo a punto de caer en sus manos, ya que su dominio se basaba, sobre todo, en el medio rural. 

También hubo partidas carlistas en Cataluña, en la parte montañosa del norte, y en el Maestrazgo y el Bajo Aragón, puestas bajo la dirección del militar Ramón Cabrera. 

La segunda etapa (julio de 1835-octubre de 1837) se caracteriza por las grandes expediciones carlistas para enlazar y estimular las partidas dispersas por el país. 

En 1836 tiene lugar la primera de ellas, la del general Miguel Gómez. 

Partió del País Vasco consiguió llegar a Galicia, después se dirigió a Valencia y de aquí hacia Andalucía. 

La expedición no logró consolidar el carlismo en ningún punto y terminó regresando hacia el norte. Al año siguiente, en 1837, tuvo lugar la “expedición real”, que partió de Navarra en mayo, bajo la dirección del propio pretendiente y a la que se unió Ramón Cabrera, llegando a las afueras del Madrid en septiembre; sin embargo, la acción del general Espartero obligó al pretendiente a regresar al País Vasco. 

Los fracasos militares carlistas empezaban a escindir a los dirigentes carlistas conscientes de la imposibilidad de una victoria militar. 

La tercera fase tuvo lugar entre octubre de 1837 y agosto de 1839 y se caracteriza por el agotamiento de los contendientes, interesados en buscar la paz. 

Al fin, el general carlista Maroto firmó el convenio de Vergara (agosto de 1839) con Espartero por el que se ponía fin a la guerra. Los carlistas reconocían la derrota, pero conservaban sus grados militares en el ejército de Isabel II, además, el gobierno se comprometía a tratar en las Cortes el tema de los fueros en el País Vasco y en Navarra. 

El convenio no fue aceptado por don Carlos, que cruzó la frontera con Francia (septiembre de 1839). 

Las consecuencias más importantes de la guerra carlista fueron varias. 

En lo político la monarquía, ávida de apoyos, se inclinó de manera definitiva hacia el liberalismo. 

En ese mismo campo, los militares van a cobrar un gran protagonismo en la vida política y protagonizarán frecuentes pronunciamientos. 

Por último, los gastos de la guerra forzaron la desamortización de las tierras de la Iglesia.

La regencia de Espartero (1840-1843)

Proclamado regente por las Cortes, desde muy pronto, los moderados decidieron utilizar el pronunciamiento como vía para acabar con la regencia de Espartero. 

Así, en octubre de 1841, organizado desde París por hombres del círculo de María Cristina, hubo un intento que finalizó con el fusilamiento de los generales implicados en el golpe.

Con todo, los problemas para Espartero vinieron de su forma de gobernar, muy personalista y en ocasiones autoritaria, apoyándose en sus amigos personales, una camarilla de militares afines, alejándose, por el contrario, del sector mayoritario del grupo progresista de las Cortes, encabezado por Joaquín María López y Salustiano Olózaga. 

El enfrentamiento, por tanto, entre las Cortes y el gobierno, ambos progresistas, podía terminar facilitando la vuelta al poder a los moderados, como, al final, así fue. 

Los sucesos de Barcelona también contribuyeron a desprestigiar a Espartero. 

Entre los empresarios y los mismos trabajadores reinaba la inquietud ante las noticias sobre un proyecto de negociación librecambista del gobierno con Inglaterra, valorado muy perjudicial para los intereses de la industria textil catalana. 

El malestar derivó hacia una insurrección social con barricadas, las autoridades abandonaban Barcelona mientras se constituía una junta revolucionaria. 

Espartero respondió con el bombardeo de Barcelona, entre el 3 y 4 de diciembre de 1842. 

Desde el castillo de Montjuich los cañones dispararon 1.014 proyectiles que dañaron 462 casas. 

Hubo un total de 20 muertos. 

Este grave incidente redujo los apoyos que recibía el regente. 

El partido progresista seguía dividido entre los de la camarilla militar, al servicio del regente, y los del sector progresista de la Cámara, en su contra. 

Este último grupo puso en marcha un movimiento conspirativo, con levantamientos armados por buena parte de España, al que se unieron los moderados, liderados por su líder militar Ramón María Narváez. 

Éste regresa de Francia y se suma al pronunciamiento en Valencia. 

A continuación se enfrentó a las tropas de Espartero, sobre las que se impuso, en Torrejón de Ardoz (julio de 1843). 

Espartero, sin apoyos, terminó abandonando el país, embarcando en Cádiz rumbo a Londres. 

Para evitar disputas por la regencia, en noviembre las Cortes adelantaron la mayoría de edad de Isabel (contaba con 13 años) y la proclamaron reina. 

Antes de terminar el año, la reina encargaba a un político moderado, González Bravo, la formación de un gobierno, que duró unos seis meses, siendo sustituido por otro dirigido por Narváez. 

Con él daba comienzo la Década Moderada. 

La Década Moderada (1844-1854)

Las reformas moderadas. La Constitución de 1845. 

La Década Moderada va unida a la persona de Narváez, el político más influyente de la época. 

Hubo a lo largo de este periodo 16 gobiernos, lo cual indica en principio una gran inestabilidad, sin embargo, no hay que engañarse, Narváez es el político moderado que preside esta etapa. 

El primer gobierno, no obstante, estuvo presidido, como sabemos, por González Bravo. 

Sus medidas eran un anticipo del programa legislativo que caracterizará al liberalismo moderado.

Así, González Bravo pone en vigor la ley de ayuntamientos de 1840, suprime la Milicia Nacional y creaba (por decretos de 28 de marzo y de 12 de abril de 1844) la Guardia Civil. 

En una etapa en la que se estaban realizando cambios favorables para la gran propiedad agraria, y perjudiciales para el campesinado, la Guardia Civil aparecía como un excelente instrumento para el mantenimiento del “orden” y de la “propiedad” en el medio rural. 

Ya con Narváez al frente del gobierno, en septiembre de 1844 tuvieron lugar las elecciones para una nueva Asamblea encargada de redactar una nueva Constitución. 

Como era de esperar, el triunfo, aplastante, correspondió a los moderados. 

El poder de Narváez era indiscutible y su gobierno será el encargado de fijar las medidas legislativas que van a definir al nuevo Estado liberal moderado, que fueron las siguientes: 

  • La Constitución de 1845, en su redacción se excluyó toda pretensión de pacto con los progresistas. Limitaba, considerablemente, las atribuciones de las Cortes y se reforzaba, en consecuencia, las de la corona. Establecía la soberanía compartida entre la monarquía y las Cortes. Éstas eran bicamerales (Senado y Congreso de los Diputados), como establecía la Constitución de 1837, pero ahora con la diferencia de que el Senado contaba con un número ilimitado de senadores, nombrados por el rey con carácter vitalicio. Sobre la religión establecía la exclusividad de la religión católica, con el compromiso del Estado de sufragar los gastos del culto y el clero. 
  • La defensa de un Estado centralizado y uniforme. Así las leyes de administración local y provincial de 1845 establecían la designación de los alcaldes de los municipios de más de 2.000 habitantes y de las capitales de provincia por la corona y los de los demás por los gobernadores civiles, autoridad máxima en las provincias, encargados de presidir las diputaciones provinciales. 
  • La adopción de medidas destinadas a la reconciliación con la Iglesia. Con ese objetivo se suspendió la venta de bienes eclesiásticos, se devolvían también los que no habían sido vendidos y, a su vez, se iniciaron conversaciones con la Santa Sede que desembocaron en la firma del Concordato de 1851. 
  • La reforma de la Hacienda de 1845, debida al ministro Alejandro Mon, acabó con el viejo sistema fiscal introduciendo la “contribución de inmuebles, cultivo y ganadería”, el “subsidio industrial y de comercio” y el impuesto sobre el consumo de determinadas especies (vinos, aguardientes, aceite de oliva, carnes…) que se cobraba, según unas tarifas, a la entrada de las poblaciones. Los “consumos” al contribuir a aumentar los precios de las subsistencias era muy odiado por las clases populares.
  • La ley electoral de 1846, en contraste con la ley progresista de 1837, reducía el número de electores al doblar los requisitos de fortuna para poder votar. 

El desarrollo político de la Década

Además de establecerse un Estado que respondía a la perfección a los esquemas del liberalismo moderado, hay que resaltar otras cuestiones, como el matrimonio de la reina, la segunda guerra carlista, las novedades del gobierno de Bravo Murillo y la crisis política final que viene a acabar con la Década Moderada.

Sobre el matrimonio de la reina, Francia e Inglaterra procuraron evitar que el candidato elegido fuera contrario a sus intereses. 

Con ello terminaron por limitar los candidatos a la propia familia Borbón, casándose, en efecto, con su primo Francisco de Asís (octubre de 1846), un matrimonio desgraciado para ambos. 

A la vez, la hermana de la reina, Luisa Fernanda, se casó con Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, hijo del rey de Francia. 

El matrimonio de la reina con Francisco de Asís reavivó el enfrentamiento con los carlistas, que confiaban en casar a Isabel II con el pretendiente Carlos VI, conde de Montemolín, hijo de Carlos María Isidro, que finalmente fracasó. 

Ello dio lugar al estallido de la segunda guerra carlista (1846-1849) o “guerra del Matiners”, con centro en Cataluña y en donde Ramón Cabrera que regresó de Inglaterra, se puso al frente de las partidas de guerrilleros. 

Al último gobierno de Narváez, entre octubre de 1847 y enero de 1851, le sucedió el encabezado por Bravo Murillo. 

Durante su mandato se firmó el Concordato con la Santa Sede, firmado en marzo de 1851, por el que el papa reconocía a Isabel II como reina y aceptaba la pérdida de los bienes ya vendidos. 

Se reforzaba la confesionalidad católica de la Constitución de 1845 excluyéndose otros cultos, la supervisión del sistema educativo para adecuarlo a la moral católica, se abrió la posibilidad de establecer órdenes religiosas y se creaba la dotación de “culto y clero”, es decir, el Estado era el encargado de mantener a la Iglesia con cargo a los presupuestos. 

La división interna entre los mismos moderados contribuyó a que cayera el gobierno de Bravo Murillo y ello abrió un nuevo periodo de inestabilidad política, con fuerte desgaste de los moderados. 

El gobierno terminó siendo acusado de escándalos administrativos en la construcción del ferrocarril, facilitando negocios sucios y enriquecimientos escandalosos. 

Cuando el Senado decidió votar en contra de las concesiones ferroviarias propuestas por el gobierno éste decidió perseguir a cuantos habían votado en contra suya. 

El mecanismo destinado a facilitar el acceso al poder de los progresistas se puso en marcha. 

En efecto, un grupo de militares tomó la iniciativa y decidió pronunciarse contra el gobierno. 

Comenzaba la “Vicalvarada”.

El bienio progresista (1854-1856)

Los progresistas en el poder

El 28 de junio de 1854, un grupo de militares bajo la dirección de los generales O’Donnell y Dulce decidían iniciar un pronunciamiento en Madrid en contra del gobierno; el día 30 se enfrentaba con las tropas gubernamentales en Vicálvaro (la “Vicalvarada”) dando como resultado un encuentro indeciso. 

Las fuerzas sublevadas no encontraron el apoyo que esperaban en Madrid y decidieron retirarse hacia el sur. 

En Manzanares el general Serrano se unió a la sublevación y convenció a O’Donnell para dar al pronunciamiento un giro hacia el progresismo, y con esa finalidad se redactó, por Cánovas del Castillo, el “Manifiesto de Manzanares”, con promesas progresistas, que firmó O’Donnell (7 de julio) y cuya difusión permitió que la sublevación militar se transformara en una revolución popular y progresista. 

En Madrid y en distintas ciudades se constituían Juntas revolucionarias. 

A la vista de los acontecimientos, a la reina sólo le quedaba un camino: formar un gobierno dirigido por la principal figura del progresismo, el general Espartero, que con O’Donnell como ministro de la Guerra, quedaba constituido a finales de julio. 

La Constitución non nata de 1856 y la obra legislativa. El fin del Bienio

Convocadas elecciones para unas Cortes constituyentes, las votaciones tuvieron lugar en octubre dando el triunfo al nuevo partido de la Unión Liberal, liderado por O’Donnell, y que nació como una opción de centro agrupando a progresistas y moderados. 

Seguía, en número, los que se calificaban a sí mismos como “progresistas puros” y, en ambos extremos, los moderados y los demócratas. 

Éstos, como Partido Demócrata, se había creado en 1849, como una escisión por la izquierda del progresismo; defendían el sufragio universal masculino y políticas a favor de los intereses populares (criticaban el impuesto de consumos y las quintas). 

Estas Cortes del Bienio desempeñaron un importante papel en lo político (una nueva Constitución) y en lo económico (aprobación de un conjunto de leyes que contribuyeron a la industrialización del país y a la consolidación del capitalismo como modelo económico): 

  • La Constitución de 1856. Es conocida como non nata (no nacida) porque no fue promulgada. Reunía el ideario progresista: la soberanía nacional, vuelta de la Milicia Nacional, alcaldes elegidos por los vecinos, unas Cortes bicamerales (Congreso y Senado, pero éste elegido por los votantes y no por designación de la corona), libertad de imprenta y libertad religiosa… 
  • La ley de desamortización general civil y eclesiástica de 1 de mayo de 1855, llamada de Madoz por el ministro que la promovió. Afectó a los bienes de la Iglesia, que habían quedado sin vender, a los que se sumó la venta de los bienes municipales (los bienes de propios, que proporcionaban, por estar arrendados, una renta al Ayuntamiento). La burguesía con dinero fue de nuevo la gran beneficiaria, aunque la participación de los pequeños propietarios fue más elevada que en la anterior de Mendizábal. 
  • La ley General de Ferrocarriles de 3 de junio de 1855, que facilitó la inversión de capital extranjero y la constitución de grandes compañías ferroviarias para la construcción y explotación de la red ferroviaria. 
  • La ley de Bancos de emisión y de Sociedades de crédito, de 28 de enero de 1856, destinadas a favorecer la movilización de los capitales para financiar la construcción de las líneas ferroviarias. 

La crisis que acaba con el gobierno de Espartero, y con ella también con el Bienio, es una consecuencia del clima de conflictividad social. 

En Barcelona, los trabajadores venían reivindicando mejoras sociales en un clima de tensión social, pero fue en tierras de Castilla (Palencia y Valladolid) donde la carestía del pan provocó motines de subsistencias, cuya represión provocó fuertes diferencias en el seno del mismo gobierno. 

Tras presentar su dimisión el ministro de la Gobernación, Espartero decidió hacer otro tanto. 

Era lo que venía deseando la reina, al igual que los moderados. 

La reina, entonces, llamó a O’Donnell para formar gobierno (14 de julio 1856). 

Mientras tanto los diputados progresistas y demócratas de las Cortes, que negaban su confianza al nuevo gobierno, no tuvieron más remedio que abandonar la cámara cuando las tropas gubernamentales iniciaban el cañoneo del edificio y los primeros cascos de granada entraban en la sala de sesiones… 

El retorno al moderantismo

La evolución política y el crecimiento económico

La última etapa del reinado de Isabel II fue de alternancia en el poder entre los moderados y la Unión Liberal. 

Comenzó, como hemos visto, O’Donnell pero, en contra de lo que imaginaba, su gobierno sólo duro tres meses. 

Suficientes, no obstante, para suprimir la Milicia Nacional, disolver las Cortes y restablecer la Constitución de 1845 con un Acta adicional aprobada en septiembre (1856), que ampliaba, ligeramente, las libertades. 

En octubre la reina decidía destituir a O’Donnell para formar un gobierno presidido por Narváez. 

Era la vuelta al moderantismo más conservador, sin paliativos.

Así, se decidió restablecer la Constitución de 1845, sin Acta adicional. 

También correspondió a este gobierno la aprobación de la ley de Instrucción Pública (1857), debida al ministro Claudio Moyano, que ha tenido una larga duración en nuestro país, y que regulaba el sistema educativo en tres etapas: primaria, segunda enseñanza y enseñanza superior. 

Antes de terminar el año (1857), Narváez presentaba su dimisión y tras la constitución de dos gobiernos de corta duración era O’Donnell el encargado de formar gobierno (junio de 1858), con el respaldo de su partido, la Unión Liberal. 

Su larga duración, de cuatro años y medio, ha dado lugar a conocer este periodo como el “gobierno largo” (1858-1863) de la Unión Liberal. 

Contribuyó a ello el que coincidiera con una etapa de crecimiento económico, como consecuencia de la red ferroviaria, que se está construyendo, de la mecanización de la industria textil catalana y el incremento en las ventas de tierras al aplicarse la desamortización civil, que también permitió ampliar los ingresos del Estado. 

En este contexto el gobierno de O’Donnell apostó por una política exterior con aventuras militares que fueron bien acogidas por la opinión pública y permitieron darle al gobierno un cierto prestigio. 

Así, en la “guerra de Cochinchina” (o sea Vietnam, 1858-1862) se envió una expedición con otra francesa para castigar el martirio de misioneros que estaba teniendo lugar allí. 

Pero la más importante fue la “guerra contra Marruecos” (1859-1860) que tuvo lugar para proteger Ceuta de los ataques marroquíes. 

En varias batallas se impuso el ejército español bajo la dirección de los generales O’Donnell y Prim. 

Se logró la ampliación de la plaza de Ceuta, pero se esperaban mayores ventajas territoriales en proporción al esfuerzo realizado. 

También se intervino, por otras razones, en México, con un ejército al mando del general Prim.

La crisis final del reinado (1863–1868)

Como el juego político venía quedando reducido a favor de los moderados y de la Unión Liberal, en la crisis final del reinado contribuyó la misma corona, empeñada en contar sólo con gobiernos moderados, o bien presididos por O’Donnell, lo que anulaba los fundamentos del sistema liberal. 

A los progresistas sólo les quedaba la vía de la conspiración, lo que suponía tomar el poder por la fuerza. 

A todo esto el gobierno añadía más ingredientes a la crítica al actuar con extrema dureza ante cualquier acontecimiento que viniera a alterar el curso de la vida política. 

Así, con Narváez en el gobierno, el catedrático Emilio Castelar fue expedientado tras escribir un artículo titulado “El rasgo”, donde criticaba a la reina. 

El rector de la Universidad Central se puso a su lado y una manifestación de estudiantes acabó, tras la actuación de la fuerza pública, con 11 muertos y 193 heridos (los sucesos de la “noche de San Daniel”: 10 de abril de 1865). 

El gobierno, desprestigiado, cayó para ser sustituido por otro dirigido por O’Donnell (junio de 1865). 

Los progresistas, liderados por Juan Prim, ya sólo confiaban en el pronunciamiento como única salida. 

Pero lo que se planeó como un pronunciamiento acabó en un absoluto fracaso: los sargentos de artillería del cuartel de San Gil en Madrid se amotinaron y al querer hacerse con el mismo se enfrentaron a sus oficiales, dando lugar a una gran carnicería (junio de 1866). 

El gobierno de O’Donnell respondió con una fuerte represión, fusilando a 66 de sus participantes, acusados de sublevación. 

Otra vez la reina aplicó el adiós a O’Donnell para volver a Narváez, ya sin ideas pero especialista en aplicar la mano dura en aquello que viniera a alterar el “orden”. 

Mientras, en agosto de 1866, la oposición de progresistas y demócratas, en el exilio, firmaba el pacto de Ostende (Bélgica) con el propósito de unir fuerzas para conseguir destronar a Isabel II y convocar unas Cortes constituyentes elegidas por sufragio universal, encargadas de decidir el tipo de gobierno que debía tener el país. 

Tras la muerte de O’Donnell (noviembre de 1867), los unionistas, ahora bajo la dirección del general Serrano, se unían al pacto. 

En abril de 1868 fallecía Narváez, sucediéndole González Bravo. No quedaba mucho donde elegir. La sublevación estalla en septiembre de 1868. 

Denominada por sus protagonistas “la Gloriosa”, al triunfar ésta trajo consigo la caída de Isabel II, que salió de España hacia París, y la apertura en nuestra historia de una nueva etapa política de signo democrático, que iba más allá del liberalismo. 

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